Sucede
que mientras conduzco mi coche soy incapaz de sintonizar radio 3 y
tengo que conformarme con alguno de esos programas anónimos donde
hacen entrevistas para así poder combatir el silencio con algo mejor
que la música de plástico que predomina en las ondas. El
entrevistado es -no sé si profesional o aficionado- del arte
paleolítico que explica apasionadamente algunos detalles técnicos
de las pinturas en diferentes cuevas. Me gusta la gente así, gente
que tiene intereses y los vive con intensidad y pasión. Gente que
está viva. En un momento dado, el personaje entrevistado deja caer
una idea que llama mi atención; la calidad técnica de muchas de las
pinturas que podemos observar (¡y las que nos negó la entropía!),
realizadas además de memoria, señala a las antiguas artistas como
personas intensamente dedicadas a su labor creadora, una labor que
sin duda tenía una importancia especial para las comunidades. Y esto
tenía que ser así porque en una sociedad de cazadores-recolectores
en taparrabos, especializar a un miembro adulto en algo ajeno a las
actividades imprescindibles y posiblemente liberarlo total o
parcialmente de éstas (caza, recolección y cuidados) suponía un
importante esfuerzo colectivo que debería estar bien justificado,
pues el sustento de la comunidad estaba en juego.
“Interesante”
pienso desde la comodidad de mi coche mientras intento situarme
personalmente en esa realidad descrita. Hoy yo soy un profesional de
los cuidados que salario mediante no debe preocuparse por conseguir
agua potable y 2500 calorías diarias. Mis antepasados aprendieron a
modificar las funciones ecosistémicas poniendo la agricultura a su
servicio y volviéndose sedentarios. Aprendieron a utilizar y
almacenar la energía exosomática -la energía externa a nuestros
propios cuerpos- y a combinarla con la tecnología de modo que
pudiese sustituir progresivamente algunos aspectos del trabajo humano
y proporcionar bienestares antes imposibles. Hoy un artista no
necesita acordar con su familia-comunidad su liberación del trabajo
productivo y los cuidados porque su trabajo se puede intercambiar por
bienes de valor acorde al precio que el mercado fije a sus obras, que
puede ser nada, poco o muchísimo. Digamos que en occidente lo de
sobrevivir ya lo dejamos “resuelto” hace tiempo y ahora gastamos
los recursos en comodidades y otras cosas porque la alta
disponibilidad energética así lo permite. Se me pasa por la cabeza
que aquellos hombres y/o mujeres que pintaban animales en paredes
hubiesen alucinado si supiesen que su trabajo podría ser
intercambiado por las facilidades y bienes para vivir una vida de
lujos. ¿Y quién hará el trabajo necesario para mi subsistencia, pensarían? Pues principalmente la energía y la tecnología,
quiénes van a ser.
Los
artistas del pasado no lo entenderían, pero así están las cosas.
Mis casi 40 horas semanales realizando tareas socioeducativas con
menores son mensualmente recompensadas con suficiente dinero como
para adquirir un coche viejo como el que conduzco (en el mercado de
segunda mano, tampoco nos flipemos). El gasto calórico que me
suponen esas 40 horas no es sencillo de determinar, lo que sí que
está claro es que con la irrupción del uso de la energía el
trabajo humano ha dejado de ser medida de intercambio; aún teniendo
las herramientas adecuadas me pasaría meses para poder construir
algo como mi coche si tuviese que usar mi propia energía. Hablamos
de que estoy sentado sobre tonelada y medio de metal, plástico,
carbono y otros materiales que componen una máquina por cuya
tecnología puedo desplazar mis 80 kilos de peso junto con mi familia a más de 100km/h.
La capacidad de trabajo de esta bestia tecnológica viene de la
tremenda capacidad de producir trabajo del combustible que usa, que
refleja bien el punto al que quiero llegar y que no es otro que la
desconexión actual del trabajo y el valor: Una hora de trabajo
humano se recompensa con digamos 7 euros. En esa hora tal vez podría
empujar el coche por una superficie plana un par de kilómetros. Sin
embargo, con 7 euros de gasolina puedo desplazar el coche unos 130
kilómetros por la misma superficie en ese mismo tiempo.
Pensar
que tengo a un poderosísimo esclavo energético trabajando para mi de esta
manera es algo que me confunde. Puedo limitar mi trabajo a 40 horas
semanales y aún así vivir mucho mejor que quienes en el pasado
trabajaban constantemente. Pero eso del cénit de los combustiblesfósiles, fenómeno que explica como el petróleo y otros recursos
energéticos van necesitando cada vez mayor trabajo para ser
extraídos hasta el punto de que dejarán de rendir esta brutal
rentabilidad energética de la que disfrutamos, me hace pensar de que
esto de que cualquier mindundi como yo pueda adquirir y conducir esta
máquina se volverá improbable en el futuro.
En
cualquier caso, he llegado a mi destino. Bajo del coche y saco mi
caña y demás equipo porque esta tarde noche voy a buscar mi
sustento dentro del mar. Hay algo deshumanizador en pasearse por un
supermercado entre cebollas y lubinas para intercambiar el dinero
obtenido trabajando con los menores a mi cargo a cambio una lubina
que otra persona pescó en algún lugar a cambio de dinero,
probablemente para poder conducir su propio coche. Una sonrisa se me
escapa cuando pienso en aquel cliente que denunció a una cadena de
comida basura porque su nugget tenía una pluma de pollo. Su nugget
le mostraba en efecto algo del animal que se estaba comiendo. Ese
trozo de carne procesada ofrecía algo de realidad que rompía con la
cultura de la desconexión urbanita, y eso para el cliente era
“asqueroso” e “intolerable”.
En
cualquier caso, las lineas ya están dentro del agua y ahora toca
esperar. Las accidentadas rocas del espigón me hacen pensar en qué
pasaría si me cayese y en el accidente extraviase o estropease el teléfono móvil
en el mar. Si necesitase llamar a mi casa para ser atendido por
alguna lesión en el accidente me encontraría con el problema de que
no sé como hacerlo sin mi teléfono. Hace algo más de una década
tenía memorizados entre 10 y 20 teléfonos habituales, ahora la
tecnología “me ha librado” de ese esfuerzo y por consiguiente
soy un poco más dependiente de ella, no recuerdo más número que el propio y el de casa de mis padres, donde no se les suele encontrar.
Mientras tanto, pasa un avión
volando kilómetros por encima de mi cabeza. Esta sí que es una
bestia de la tecnología, pienso. No hablamos de tonelada y media
sino de 200. Las toneladas de Jet-Fuel que lleva dentro le permiten
desplazarse a velocidades superiores a los 800km/h con autonomías de
más de 10.000 kms. Entonces pienso en la promesa de electrificación
del transporte, ya no en si es posible construir máquinas capaces de
rendir como ésta dotadas de motores eléctricos, ni en si podrán
acumular en baterías la energía necesaria para semejante proeza,
ambas preguntas aún sin respuesta. Lo que pienso es que hay más de
100.000 vuelos diarios y uno se pregunta de donde se sacaría cobre,
litio y demás materias primas para construir todos esos motores eléctricos
y sus baterías, sumado al transporte privado, sabiendo que ya hablamos de más
de 1.000.000.000 de coches y subiendo.
Pero
hay algo aún más inquietante. De donde saldría la energía para
alimentar esos sistemas eléctricos. Hoy no es una noche ventosa,
pero sí que hay cierta brisa. Un día normal diría yo. El espigón
en el que me he situado es un buen lugar para sentir la fuerza del
viento, fuente energética alternativa a los combustibles fósiles,
si bien paradójicamente dependiente de ellos. Me oriento de cara al
viento y abro mis brazos en cruz mientras cierro los ojos. Siento su
leve fuerza, consciente de que tanto mi cuerpo como un molino solo
puede captar una porción de esa energía. Ahora se me pasa por la
cabeza la energía necesaria para mover no ya las 200 toneladas de
avión con pasajeros/carga a 800 km/h sino mi modesto turismo y su
tonelada y media. ¿Cuánto viento haría falta y cómo se recoge y
almacena de modo que 7.000.000.000 de almas estén provistas de su
ración del pastel energético? ¿De donde sacamos el escasísimo
neodimio indispensable para los aerogeneradores? Evidentemente, aquí
tenemos un problema. Un problema que pone en cuestión no solo
nuestras vidas y expectativas -ya difícilmente desligables de las
migraciones económicas y los viajes de placer- sino todo nuestro
modelo socioeconómico que depende del comercio internacional para
ser posible. Pienso en un documental sobre el imperio otomano que vi
recientemente y me estremezco. ¿Sabría yo vivir sin saber que
dispongo de la posibilidad de desplazarme miles de kilómetros en
poco tiempo si así lo necesito? ¿Sin poder tener constantes
noticias de mis seres queridos que viven en otras partes del mundo de
forma instantánea?
Hay
novedades y es que la gamba en la que escondí un anzuelo ha tentado
a un sargo y tras una breve y desigual pelea el animal está en mis
manos. Me dispongo a sacrificar el ejemplar, pues no hay necesidad de
que sufra una muerte lenta. El mar Mediterráneo está tan desolado
como el resto del mundo y para capturar este sargo tamaño ración
han sido necesarias varias horas de espera y el uso de una tecnología
sencilla, así como cierta experiencia y conocimiento. Las calorías
que obtendré de este pescado, unas 500, están aún lejos de las
2500 que se suelen considerar apropiadas para una dieta diaria. Yo,
que aún puedo intercambiar una hora de trabajo en el centro de
acogida por un par de peces como este, me he pasado varias horas de
espera/trabajo para capturar este único ejemplar.
Tiene sentido, pensarían
aquellos artistas de las cavernas. Es “auténtico” “entretenido”
“aburrido” “innecesario” o “cruel” pensarían mis
contemporáneos. “Parece que es una pista de lo que puede ser el
futuro”, pienso yo.