El psicoanalista y filósofo Erich Fromm evolucionó las ideas de pulsión de vida y pulsión de muerte freudianas para crear sus conceptos de “biofilia” y “necrofilia”. En pocas palabras, podríamos decir que a su parecer los seres humanos se debaten en la tensión entre el amor al cambio, la evolución, la autonomía y bienestar del otro… y el amor o fijación por el control, el inmovilismo y la cosificación del otro. Relacionarse saludablemente con un entorno vivo (biofilia) y someter un entorno muerto (necrofilia). Para Fromm, la segunda opción sería más fruto de una patología psicológica inducida que un impulso biológico.
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La reciente deriva autoritaria de
Europa en pleno auge de movimientos, partidos y eventos neofascistas –y no
acostumbro a usar el término “fascismo” a la ligera- puede encuadrarse
perfectamente dentro de la idea de necrofilia de Fromm. Una necrofilia que se
disfraza de biofilia (de nuevo, en términos Frommianos) cuando un nuevo actor
entra en Europa, la inmigración.
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Sólo desde la idea necrófila de
la defensa la propiedad privada –“nuestras” mujeres- puede entenderse la feroz
avalancha de indignación de los sectores más conservadores ante un fenómeno
totalmente habitual en nuestras sociedades; las agresiones sexuales machistas.
Y digo que sólo se puede entender desde la propiedad privada, porque tomando
como ejemplo los lamentables sucesos de Colonia donde las mujeres agredidas
eran europeas y blancas, mientras que los hombres agresores se nos vendieron
como refugiados árabes y subsaharianos, fueron aquellos que acostumbran
a legitimar este tipo de acciones cuando las protagonizan hombres europeos
los que enseguida se lanzaron a las barricadas.
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Como decía, aquellos sectores conservadores son exactamente los mismos que quitan hierro a este tipo de sucesos cuando son hombres europeos y blancos los que los cometen, los mismos que se tiran de los pelos cuando el movimiento feminista problematiza aquello que para ellos es “normal”. Son aquellos que siempre se opusieron a las conquistas feministas, pero ahora pretenden esgrimirlas como propias para acusar a aquellas sociedades donde dichas conquistas aún están por llegar, o donde sencillamente están buscando sus propias fórmulas feministas que no tienen por qué ser las mismas que en occidente se defienden.
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Como decía, aquellos sectores conservadores son exactamente los mismos que quitan hierro a este tipo de sucesos cuando son hombres europeos y blancos los que los cometen, los mismos que se tiran de los pelos cuando el movimiento feminista problematiza aquello que para ellos es “normal”. Son aquellos que siempre se opusieron a las conquistas feministas, pero ahora pretenden esgrimirlas como propias para acusar a aquellas sociedades donde dichas conquistas aún están por llegar, o donde sencillamente están buscando sus propias fórmulas feministas que no tienen por qué ser las mismas que en occidente se defienden.
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El fenómeno se repite en cuanto a
cuestiones homofóbicas. Los propios homófobos patrios que siempre se opusieron
al reconocimiento de los derechos LGTB, nos intentan asustar aludiendo a la pobre
situación del colectivo LGTB en países emisores de migración.
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Los conservadores europeos no
están por lo tanto defendiendo los derechos de las mujeres europeas, sino que
de forma inconsciente reclaman su derecho de pernada sobre su propiedad privada
ante la irrupción de un extraño que intenta arrebatársela. No defienden tampoco
los derechos LGTB, sino su derecho a ser ellos quienes les juzguen. Y
entiéndase todo esto desde la metáfora: no aceptan que otros pueden ejercer de
dominadores sobre sus subordinados históricos, porque ese lugar entienden que
está reservado para ellos mismos.
Polonia, una de las sociedades más profundamente conservadoras y machistas de Europa, vendiendo odio al otro. |
Por una parte defienden su
propiedad privada, por otra se esfuerzan por definirse como los demócratas y
buenos contra el odiado antagonista que entra por la puerta, aunque entre en
contradicción con sus propias ideas. Es el claro ejemplo que podemos ver cuando
aquellos que estigmatizan a los sectores más desfavorecidos de nuestra
sociedad, les criminalizan y les acusan de vagos, de repente organizan colectas
de alimentos solo para ellos. No es que de repente se solidaricen con el español
que ha caído en bancarrota, es el poder dibujar esa línea entre “los míos” y
los de fuera lo que les motiva, lo que su cabeza les define como buenos “patriotas”
al discriminar al extranjero frente al autóctono.
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Son muchas las reflexiones que
produce esta terrible Europa que pretende mostrarse como moralmente superior al
sur al mismo tiempo que resucitan a los tribunales de la inquisición para perseguir
a
titiriteros por cosas que no han dicho, a
tuiteros por cosas que no piensan o a
concejalas por ofender una supuesta moral religiosa que en el Madrid del
siglo XXI es difícil de entender si no es dentro del identitarismo puro y duro,
porque los jóvenes de aquí ya no creen en Dios, ni siguen los 10 mandamientos
más allá del postureo de unos pocos necrófilos empeñados en arrodillar a los
demás por medio de una doctrina moral estricta y arcaica.
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Ponen el grito en el cielo porque
en su estrecha visión del fenómeno migratorio entienden que el otro viene a
“implantar la sharia”, pero al mismo tiempo que piden de forma indirecta la
tipificación de la blasfemia como delito punible en nuestro código penal. Es
decir, con una mano nos muestran su caricatura del peor estereotipo posible de
inmigrante de origen árabe o subsahariano, y con la otra mano nos azotan con el
crucifijo.
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Se parecen bastante a sus propias
fobias.
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