A mi padre por aguantarme, que no es poco, y a Rubén por inspirarme la historia.
Algunos dirían que la fascinación de mi padre por el teletexto traspasa los límites de lo racional y lo pasional. Desde que tengo uso de razón he visto como día tras día hace uso del perenne sistema para buscar información sobre actualidad, previsiones meteorológicas, datos de película que estamos viendo –o al menos intentando ver, mientras él se deja llevar por su tecnología fetiche- , los resultados de la liga de fútbol –que nunca le interesó- o los movimientos de la bolsa.
A menudo le he
observado entrar en una especie de trance, con su mente totalmente abstraída
del mundo terrenal mientras lee noticias irrelevantes, pasando de página
constantemente en una orgía de letras de colores que sólo él parece comprender.
Siempre recuerdo a los “verdaderos humanos” de la película “Matrix”, capaces de
descodificar mentalmente sistemas de letras y signos en la pantalla de su
ordenador, viendo en ellos verbo e imagen. El caso de mi padre se me hacía
similar, ¿Realmente estaba leyendo las últimas declaraciones de Alfredo P.
Rubalcaba ante la bajada de la prima de riesgo, o estaba descifrando algún tipo
de mensaje oculto, ininteligible para el resto de usuarios del teletexto?
Como todas las
grandes verdades, la respuesta se reveló por sí sola.
Aquella tarde me
encontraba cansado y decidí dormir una siesta, algo extremadamente raro en mí. Me
desperté con la noche entrada, tan agotado como sediento. Quizás mi agotamiento
me hiciese ignorar el murmullo que provenía del salón, quizás también fuese mi
atontamiento lo que me hizo no encender la luz, y caminar a oscuras hasta la cocina. Quizás esos fuesen los motivos por lo que
ignoré la fijación con la que mi gata observaba desde la puerta lo que sucedía
dentro del salón.
Bebí un vaso de
agua en silencio y giré sobre mí mismo, rumbo al salón. Fue entonces cuando
advertí la visible incomodidad de la gata que al acercarme se retiró en
silencio con el pelo erizado. Extrañado, decidí ayudarme de mis pies descalzos
para moverme con sigilo y entrar en silencio en aquella poco iluminada sala de
donde comencé a percibir unos extraños murmullos.
Desde apenas un paso tras la puerta pude contemplar la escena. La tenue luz de dos velas iluminaba a un hombre que se hallaba de rodillas frente a la televisión, observándola con los ojos en blanco, en un estado de total trance que le alejaba del mundo real, reduciendo su cosmos a la televisión y él, cosmos solo violado por un agente exógeno: el mando a distancia que su mano derecha sujetaba con firmeza.
Desde apenas un paso tras la puerta pude contemplar la escena. La tenue luz de dos velas iluminaba a un hombre que se hallaba de rodillas frente a la televisión, observándola con los ojos en blanco, en un estado de total trance que le alejaba del mundo real, reduciendo su cosmos a la televisión y él, cosmos solo violado por un agente exógeno: el mando a distancia que su mano derecha sujetaba con firmeza.
Aquel hombre no era ningún desconocido, era mi padre.
Noté un escalofrío
por todo el cuerpo. Deseaba salir corriendo de ese lugar y olvidar para siempre
la escena que mis ojos contemplaban incrédulos, no reconocía a mi progenitor en
aquel tétrico hombre que rodeado de velas parecía murmurar algún tipo de
oración, pero paralelamente era incapaz de irme de ahí: algo me ataba a aquel
lugar, a aquel momento, algo en mi interior parecía llamarme desde las
profundidades de mi subconsciente, invitándome a presenciar aquella ceremonia y
quién sabe si tomar parte.
Los murmullos de
la oración de mi padre subían de volumen, adquirían una profundidad y una resonancia
que trascendían las propiedades físicas del sonido haciéndome dudar de si
aquellas palabras pronunciadas en una oscura variante arcana del pachuezo eran
realmente murmullos o potentes alaridos que hacían retumbar las paredes de mi
casa. En cualquier caso, eclipsaban todo sonido que yo pudiese producir, contribuyendo
a que mi presencia pasase inadvertida mientras mi padre continuaba en frente de
la televisión, donde pude observar que estaba abierta la página 666 del
teletexto.
Imagen tomada de: senotaelpixel.blogspot.com.es |
Llegado a cierto
punto, la sonoridad y volumen de las oraciones eran casi insoportables para mis
tímpanos, lo que me obligaba a taparme los oídos con las manos. Pero lo más
alucinante sucedía en la pantalla, donde la orgía de pixeles en la pantalla
parecía tomar forma, una forma que no pude reconocer como humana, pero que
indudablemente representaba a alguna forma de vida diferente a todo lo que yo
había conocido. Esta forma iba cobrando dimensión en la pantalla, parecía
salirse de ella. Creí ver una mueca de respeto en mi padre, como si tragase
saliva. Entonces su oración cesó, y aquel ser habló.
-Basilio, me has
llamado.
-Sí, grandeza. Hay
algo que debe saber.
-No hay nada que
yo no sepa, nada que un acólito pueda mostrarme. Sólo hay obligaciones que cumplir.
Dime, Basilio, ¿por qué no has inhabilitado la cuadra de Fulgencio? ¿Acaso has
decidido desobedecer nuestras órdenes?
-Grandeza, yo
quería hacerlo, pero...
-¡”Pero” no es una
excusa ante nuestra estirpe! ¿Has olvidado todo lo aprendido? ¿Has olvidado tu
misión como alcalde de Babia del Yuso? ¿Has olvidado aquello por lo que te
necesitamos y te ayudamos a conseguir el poder? ¡Debes obedecer, solo tú puedes
instalar nuestro orden en el mundo, Basilio! Tu linaje representa a los
elegidos en la tierra, ¡debes llevar a cabo nuestra voluntad!
El ser en el teletexto
producía una doble sensación de calma e implacabilidad que me incomodaba.
Parecía conocer a la perfección a mi padre, al que instruía sobre las medidas
que debía tomar su gobierno y esa misteriosa misión que al parecer nuestra
familia cargaba sobre sus hombros.
En ese momento se
oyó un repentino ruido proveniente de otra habitación: seguramente la gata
había tirado algo al suelo. El ruido pareció poner sobre alerta a mi padre y el
ser, lo que me hizo salir del salón de un salto, ante su amago de mirar hacia
los lados. ¿Había sido descubierto? Muy probablemente, después de todo, ese ser
que parecía saberlo todo y tener algún tipo de relación con “nuestro linaje” ya
sabía que yo estaba ahí. Y lo toleraba. ¿Habría alguna misión destinada a mi
persona en ese oscuro plan?
Me dirigí en
sigilo hacia mi habitación mientras sentí que la luz del salón se encendía.
Cerré la puerta con pestillo y deseé con todas mis fuerzas que mi padre no
viniese. No era capaz de enfrentarme a esa doble vida que acababa de descubrir.
No quería saber nada de misiones sobrenaturales de los Barriada en este mundo.
En cualquier caso, el cansancio me vencía y pronto caí dormido.
Aquella noche soñé
con mi abuelo, un hombre que vivió la mayor parte de su vida en Babia. Pero en
aquel extraño sueño no interactuábamos. El estaba sentado delante de mí,
dándome la espalda, con la mirada fijamente clavada en una pequeña televisión.
En esa televisión, Paco Montesdeoca y José Antonio Maldonado presentaban las
previsiones meteorológicas conjuntamente, en su eterno pulso por derribar al
otro y convertirse en el mejor presentador de “el tiempo” de todos los tiempos,
valga la redundancia.
Aquella familiar
escena que tantos años viví –mi abuelo abducido por “el tiempo”- me recordó de
repente a la escena de mi padre y el teletexto… y tan pronto como ese
pensamiento cruzó mi mente todo comenzó a mutar, las facciones de los
presentadores cambiaron y se tornaron irreconocibles para la raza humana, la
pantalla de distorsionó y la luz de la habitación se apagó. Sólo mi abuelo
Recaredo permanecía ajeno a todo frente a la pantalla. Observé que tenía
también los ojos en blanco y sentí el mismo escalofrío que había experimentado
esa misma tarde. Ahora los seres en la pantalla parecían mirarme a mí,
invitándome a participar en tan confusa relación. Balbuceé algo, pero mi abuelo
me interrumpió con un “¡¡EEEHHHH!!”: Cualquier sonido que se interpusiese entre
él y los hombres del tiempo era inadmisible para Recaredo Barriada.
Desperté sobresaltado,
cubierto de sudores fríos. La luz de la mañana penetraba entre las rejillas de
mi persiana y me invitaba a salir de la cama. Estaba aturdido por todo vivido.
Quería convencerme de que todo había sido un sueño, pero no sabía que pensar. Me
dirigí al salón, donde la visión de mi padre sentado en el sofá y mirando el
teletexto me dejó paralizado. Ahí estaba él, ajeno de nuevo a todo, leyendo
alguna noticia de actualidad política. Ante tan familiar escena, sentí cierta
tranquilidad, tal vez todo hubiese sido un mal sueño. Si realmente hubiese sido
descubierto observando a mi padre tratar con seres superiores a través del
teletexto, él no actuaría con tanta naturalidad al verme de nuevo.
Leí en silencio
algo de la noticia que estaba observando. El nuevo líder del PSOE prometía a los votantes
socialistas traer definitivamente el laicismo a las escuelas e instituciones. En ese momento mi
padre pareció prestar atención a mi presencia, y murmuró en voz baja, mientras
sacudía suavemente la cabeza.
-Qué morro tienen,
ahora lo proponen, vergüenza les debería dar.
Entonces se giró
hacia mí y me saludó, mientras me guiñaba con ojo con misteriosa complicidad.
-Buenos días,
hijo.
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